martes, abril 17, 2007

La edad de la inocencia

Últimamente, a través de una amiga estoy conociendo un poco el mundo de la educación infantil, niños de 4, 5, 6 años. Entre las muchas herramientas que tienen a su disposición los educadores, ocupan un lugar destacado los cuentos, adaptados a cada edad, pero presentes en todas las programaciones de todos los cursos: cuentos como base para desarrollar temas centrales, cuentos como apoyo a temas presentados por otros medios, cuentos dramatizados para que los niños representen distintos papeles... pero siempre cuentos.

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Tengo una sobrina de casi 9 años y un sobrino de 6. En su casa hay cuentos, y en la mía siempre se les han leído cuentos, sobre todo cuentos clásicos (Grimm, Hoffmann, Andersen...). Les gustan los cuentos; y pensando sobre esto recuerdo que a todos los niños que me vienen a la memoria les gustan los cuentos, y los escuchan con atención y los aprenden de memoria; y más tarde, cuando aprenden a leer (y los mismos cuentos son un estímulo, pues llega un momento en que desean leerlos por sí mismos, no sé si por deseo de autonomía propia o por desconfianza hacia la fidelidad de los adultos al texto), vuelven a los mismos cuentos, como si se los estuvieran ahora contando a sí mismos.

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Pero sigo pensando en el tema y de pronto caigo en la cuenta de que llega un momento que aún soy incapaz de determinar, en que a algunos -más bien más que menos- les dejan de gustar, o dejan de prestarles atención. El recurso fácil e inmediato es buscar la causa en los entretenimientos tecnológicos, pero yo no tengo tan claro el subirme a ese carro.

Según los parámetros actuales aún se me puede considerar joven, pero mi infancia es anterior a las consolas y los ordenadores. Anterior incluso al Sinclair Z-80. Una infancia de hinque, trompo y chapas, y luego de billar, ping-pon y futbolín. Y haciendo memoria me da la impresión de que entonces ocurría como ahora, que de pronto llegaba un momento en que se dejaban los cuentos abandonados, como juguetes viejos, pero no recuerdo qué venía a ocupar su lugar, o qué espacio se clausuraba dentro de esas mentes o espíritus infantiles.

Y ahora no tengo claro si esto es bueno, malo o indiferente; hasta qué punto ayuda o entorpece en la formación de la personalidad adulta; si una vida sin, al menos, un poco de magia, merece la pena de haber sido vivida.

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